El angelito sonreía a través de la persiana. En el piso superior, Marcela estaba concentrada maquillándose y David pensaba en adquirir una escalera. El aroma a melocotón de la crema que ella usaba dejaba una estela en la habitación, un aroma que enloquecía a David. Sus problemas no importaban ya, tenía un lugar para estar y se sentía cómodo. Sostener a una persona no debería ser tan difícil, pensó. Sería distinto si Marcela fuera Patricia, o Soledad. David estaba seguro de que él era excepcional, nada le apartaba esa idea de la cabeza. El angelito seguía sonriendo.
Marcela estaba cansada. Se notaba en sus gestos la necesidad de disimular su satisfacción, para hacer que realmente pareciera una profunda pena. Todos lo entenderían. Marcela veía siempre seres humanos egoístas y soberbios, como si fueran cualidades inherentes a su naturaleza. Terminó concluyendo que así era David. Una simple reunión dosificada de todos los pecados capitales. Pensó si Patricia o Soledad habrían aceptado vivir con alguien así. Ella lo consideraba un vegetal; aunque respirara, su estado autista resultaba maliciosamente cómico.
Odiaba su mirada perdida cuando abría a la fuerza sus párpados y no encontraba nada distinto. Ningún avance. Ningún retroceso. Enterraba sus uñas en su piel esperando una respuesta, pero nada cambiaba. Marcela sufría, pero no podía evadir su compromiso. Lo hizo tal como ella quiso, usando una pobre excusa para engañar a la culpa. Desconectar un cable marcaba la diferencia. Cuando cayó la primera porción de tierra sobre su rostro, David notó que el angelito que Marcela, su paranoica conciencia, diseñó para su lápida, no era perfecto, sino hermoso. Unos minutos más tarde, llegaba la psiquiatra a su consultorio y descubría al paciente con el cable de la lámpara de angelito enredado en la garganta y flotando en el techo.
(Acompañamiento:
Verde3 - Angelito)
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