Tenía sueños criminales. Soñaba con escuchar su respiración en el teléfono, con descubrir en sus tiernos suspiros ráfagas pausadas de historias demenciales. En ocasiones soñaba con distinguir su voz refundida en un sonido indistinguible. Era extraño sentir ciertas cosas, pero soñaba con sentirlas. Se imaginó la llegada de sus órganos alineados con la puesta del sol. ¡Y sospechaba que sufría! ¡Cómo sufría! Tomaba con sus preciosas manos cada dolor, cada herida y cada hoja para envilecer una metáfora.
Anhelaba sentir sus manos temblorosas entre las suyas. Anhelaba escrutar con sus labios las níveas líneas de sus ojos. Acariciaba su piel con murmullos tan punzantes que oprimían sus uñas. Quería tomarlo por una tarde y mostrarle las oscuras profundidades de su mente, los misterios de su razón. No deseaba enseñarle las tumbas de su alma ni quería entregarle la sangre de sus brazos.
Imaginaba otras palabras. En su escenario, interpretaba verdaderas obras de arte anexo, retratos imprudentes de ideas absurdas. Ella entendía la razón de su locura y él procuraba ahuyentarla con sonrisas de marfil enlutado.
Nunca renunciaba. ¿Qué era después? Huían sus sonrisas como si el aire desapareciese su esencia y su aroma. Observando la belleza del mundo y escuchando las melodías eternas de la Tierra, le sonreía.
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