De pronto, asomada a una ventana casi transparente mi escrutadora mirada descubre una singular presencia. Si hay algo que pueda hacerme daño, me gustaría saber qué es. Pero el cristal pálido atenúa con su vívida sombra cualquier grácil esperanza. En el cielo, las fieles seguidoras, que las llamaron nubes, dibujan a su paso las figuras más extrañas y mi caprichosa e insaciable mente abstrae formas desdibujando las impresiones que éstas causan en mí. Después, comienzo a encajar trozos. Partes de mí, de las nubes, que coloco sin estar segura en el borde de la sombra que aún sigue presente a través de la ventana. Respiro profundo y digo una o dos palabras, sí, creo que dos palabras. Lo más probable es ilógico. Esa primera figura que las pupilas me intentan mostrar no parece en forma alguna un ser terrenal. No es humano, ni está vivo, y mis pensamientos trabajan en descubrir alguna relación entre él y yo, rescatan un recuerdo y no consiguen aclararme la visión. De repente, poco a poco, empieza a desvanecerse el extraño ser, y con mis hambrientas manos rasguño el cristal que me impide seguir mi impulso, intento aferrarme desesperadamente a alguna migaja, de seguir un rastro, pero las lágrimas que bordean mis párpados crean otra ventana, otra, intangible, y contra mi voluntad, sin atender ruegos ni súplicas, se oponen a que yo conserve esa presencia. Más tarde, no pude recordarla.
Ni siquiera logré plasmar en algún resquicio de mi cerebro un poco de ella. Duré toda la noche persiguiendo ese resbaladizo instante, que se escurrió de mis manos y de mi voz. Ni siquiera lo alcanzó mi respiración. La agitación comenzaba a producir efectos contradictorios, casi paralelos y punzantes. Surgen en mí muchas ideas y comienzo a preguntarme de qué estoy hecha, como buscando a un responsable, y sabiendo que ese responsable soy yo inevitablemente.
Lo más valioso es lo que aún me niego a admitir. Me asaltan las dudas como si fueran aves que regresan a su nido cuando la hermosa noche comienza a caer en este mundo poblado de tanta oscuridad. Entonces intento dilucidar un poco mi entendimiento. Creo que las palabras no pueden estructurar de ninguna manera mis ideas amorfas. Se precipitan en mi anatomía intentando llenar los espacios más vedados para que yo y estas manos se restrinjan de involucrar vanamente trozos olvidados de una existencia.
Si alguien preguntara en este momento algo de mí, como siempre, acudiría al lenguaje ordinario para organizar una explicación entendible. Debo aceptar que se me hace difícil escribir ideas bellas con palabras exiguas. Aún así, trato de idear un mecanismo que me permita colocar un puente entre mi mundo exterior y mi universo interior.
Procurando vencer mis miedos, me asomo nuevamente por la ventana. Esta vez camino despacio al dirigirme hacia ella, como si deseara prolongar un duelo utilizando al tiempo como rehén. Cuando estoy a punto de continuar el camino, repentinamente algo me toca. Giro rápidamente, pero no hay nadie, ni nada. Estoy completamente segura de haber sentido débil una caricia accidental. Por mi mente, la sombra que había vislumbrado por primera vez parece adimensional.
Un terror silencioso comienza a invadirme. Siento como camina abriéndose paso entre un bosque que extrañamente no produce sombras ni sonidos, y escucho próximo a mí ese persistente y hermoso horror. Mi vista aún no lo percibe. Es tan escurridizo, tan absurdo y tan dueño de su camino. Es difícil creer que no puede sumergirse más de lo que parece. Un inefable temor se apodera de mis venas y llega hasta mi corazón. Y ese miedo es profundo y prolongado. Escucho un sonido maravilloso que sin embargo es casi imperceptible. Giro otra vez, suavemente, dando la espalda a la ventana, y me encuentro cara a cara con ese terror, que saca de mis entrañas un grito cavernoso que no suena, porque se rinde a los pies de esa figura, se abaja ante su excelsa majestuosidad. En un lacónico susurro, observo con sorpresa los ojos más hipnóticos que nunca había visto, están frente a mí, y no parpadean; a la vez, como si me enredaran en su trampa, no puedo cerrar mis asustados ojos; con espanto, se acerca a mí y yo estoy pasmada sintiendo como en algún hueco el alma que me pertenece observa atónita lo que ocurre. Cuando la distancia se ha reducido al límite en el cual no hay distracciones, comienza a desvanecerse de mí el sobresalto y se convierte en un sentimiento fraternal, y no lo entiendo. En ese oscuro semblante noto un gesto de inexplicable confusión, da la impresión de sentirse contrariado, aunque no sé si el terror pueda sentir. Parece que deseara hablar, quizá preguntarme por mi repentino cambio de parecer, y yo, aún sin entenderlo, le sonrío.
Así, sin acabar de sorprenderse, el miedo antes sentido pasa como una mirada, de mí a él, y presa del pánico se procura alejarse corriendo, yo observo con calma y con paciencia su única salida antes de tocarlo. Al contacto de mi mano firme, el temor se ve obligado a permanecer y poco a poco su agitación va desapareciendo hasta quedar únicamente un espanto dormido. Sé que mi mano no puede describir lo que he tocado, también sé que yo debo cumplir con esa tarea.
La presencia que ayer me tentó a seguirla está en este momento frente a mí, y no se me ocurre nada para decirle. No tiene rostro ni cuerpo, pero siento una calidez inexplicable, encuentro en ese momento una magia desconcertante donde cualquier palabra sería bella. Cualquier actitud se tornaría hermosa, y me decido casi mecánicamente a mirar a través de la ventana. Todo lo que ocurrió fue tan extraordinario. Me impulsó a abrir mi alma, y a ver con mis verdaderos ojos. Aclaro mi nublado instinto porque al fin entiendo que asomada a una ventana puedo volver a verte.