Entraste a mi vida en medio de una tormenta. Desde entonces, el silencio hermoso que pronuncia tu apariencia cuando me encuentro a tu lado, me envuelve. Lo primero que intentaste hacer, al oírme a mí, fue huir. No lo olvido. Tomaste entre tus blancas manos, uno de mis más valiosos escritos. No reíste cuanto terminaste de leer. Por el contrario, yo, que te veía, noté que una sombra cercó tu rostro pálido, y una lágrima, más bella que la oscura noche, rodó por tus mejillas. Me abriste el alma en dos; porque llorabas con sollozos demenciales, como si se hubiese apoderado de ti un espíritu, clamabas piedad y permanecías en silencio. Todo lo descubrí en tu mirada. No sé cuanto tiempo transcurrió, pero sé que tú hubieras preferido no haber visto mi obra. Mi celestial obra. Era cristalina. Me reflejaba a mí. Por un instante que nunca olvidaré, sentí que amaba a alguien. A ti. Completo. Ya no había en mi corazón, ningún sentimiento encontrado. Te amé… Lo arruinaste, ¿recuerdas?. Te acercaste, me diste un abrazo, me unió a ti, para siempre, y ahí, en ese momento, tenías que hacerlo. Tenías que volverme débil. ¿Por qué?. Yo sólo necesitaba oír quejas de tu vida, pero tú fuiste más allá. Lo siento, pero en ese instante, que maldigo, oí tu verdadera voz y vi tus verdaderos ojos. Por eso lo hice. Por eso estoy aquí, trayéndote flores. Por eso estoy llena de recuerdos. Tu lápida es tan brillante. Saliste de mi vida, en medio de una tormenta, con un abrazo.
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