Thursday, December 22, 2005

Paroxismo

Me han herido. Han enterrado en mi pecho una cruz. Una cruz sonriente que se burla de mí.

Dejé de escuchar sonidos sordos. Perdí la capacidad de soñar sueños vivos. Ahora no siento el aire frío de la noche. Mis ojos están cansados de ser usados con maldad. Cada latido de mi corazón me indica el lejano final. Las venas de mi cuerpo no quieren llevar más mis pecados. Se arrepiente cada parte de mi ser. El olor de las cosas hermosas se hace polvo en mi nariz. No llegan a mí las orugas, se escapan volando. Alguien me dijo que era un ángel salvaje, y le creí. Sin dudarlo le creí. Entonces pensé que no tendría que tomar las oportunidades como dioses, y las olvidé. De esta manera también olvidé el alma que llevo dentro. Tal vez también olvidé ser quien soy, o quien era.

Solté palabras al viento esperando que mi mente, al regreso, las recibiera como viajantes extraños, cargadas de significados que pudiesen conmoverme. Así me condené. Me condené a no llorar con las verdaderas lágrimas del corazón, sino a transformarlas en agua salada y ahogarlas. Tuve que contenerme para no gritar y no parecer despiadada. Algunos ojos aún me miraban. La impertinencia de los espíritus no me martirizaba porque me gustaba sentirla. Me convencía de estar absolutamente segura. Protegida. Solía recordar sin precisión los detalles que diferenciaban a cada personaje de mi historia. No lo logré completamente. Creo que tampoco debía hacerlo. De otra manera, habría delatado los secretos imprecisos de su pasado.

Dejé de pensar en el universo programado que somete a los soñadores insensatos. Ahora imagino nuevos y profundos mundos. Todos ellos contienen algo en común, muy extraño. En cada mundo se recrean presentimientos faltos de cordura.

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